Hace 67 años, en la fecha de hoy en la ciudad de Montgomery, en los Estados Unidos, Rosa Parks se niegó a levantarse de su asiento en el autobús para que se sentaran personas blancas. Parks era activista de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color [National Association for the Advancement of Colored People – NAACP], y su acción fue un hito para las reivindicaciones antirracistas y antisegregacionistas en el país.
Para celebrar este acto de insubordinación que quedó grabado en la memoria de los pueblos negros del mundo, compartimos hoy un fragmento del libro Mi historia, publicado por primera vez en 1992. En el capítulo “Estás detenida”, Rosa Parks relata cómo fue el día en que fue llevada a cárcel, cómo la trataron, y cuáles eran las estrategias políticas de denuncia a la segregación racista que se discutían en aquel momento.
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“Estás detenida”
Creo que no había ley de segregación que enfureciera más a las personas negras de Montgomery que la de la segregación en los autobuses. Y eso había sido así desde la aprobación de las leyes sobre la segregación en el transporte público. Las aprobaron en 1900 y las personas negras boicotearon los tranvías de Montgomery hasta que el Ayuntamiento modificó la ordenanza para que nadie pudiera ser obligado a ceder su asiento a no ser que hubiera otro al que cambiarse. Sin embargo, con los años, las prácticas habían cambiado, aunque las leyes permanecían igual. Cuando me expulsaron del autobús en 1943, quien había infringido la ley era el conductor. En 1945, dos años después de ese incidente, el estado de Alabama aprobó una ley que exigía a todas las compañías de autobuses bajo su jurisdicción que aplicaran la segregación. Lo que la ley no especificaba era qué debían hacer los conductores en un caso como el mío.
Y ahí estábamos, medio siglo después de la primera ley de segregación. En Montgomery había unos cincuenta mil afroamericanos. Y usábamos los autobuses más que los caucásicos, porque había más blancos que se podían permitir un automóvil. Sufrir la indignidad de tener que utilizar autobuses segregados dos veces al día, cinco días a la semana, para ir al centro y trabajar para blancos era muy humillante.
(…)
Jo Ann Robinson era profesora de lengua inglesa en el Alabama State College. En 1946, había ayudado a fundar el Women’s Political Council. A lo largo de los años había ido acumulando incidentes con los conductores de autobús, pero al principio le costó mucho conseguir que las otras mujeres del consejo se indignaran. Ella procedía de Cleveland, Ohio, y la mayoría de las otras habían nacido en Montgomery. Cuando se quejaba de la mala educación de los conductores de autobuses, le respondían que la vida en Montgomery era así. Había presentado muchas protestas ante la compañía de autobuses en nombre del Women’s Political Council. Al final consiguió que los autobuses se pararan en todas las esquinas de los barrios negros, tal como hacían en los barrios blancos. Pero fue una victoria muy pequeña.
Lo que la irritaba, al igual que a tantos de nosotros, era que los negros suponíamos más del 66 % de los pasajeros. Segregarnos era injusto. Pero ni la compañía de autobuses ni el alcalde ni los comisarios de la ciudad nos hacían caso. Recuerdo haber hablado de lo mucho que un boicot a los autobuses de la ciudad perjudicaría a las arcas de la empresa. Sin embargo, también recuerdo haber preguntado a varias personas si estarían dispuestas a renunciar a ir en autobús para mejorar nuestra situación y haber recibido la respuesta de que trabajaban demasiado lejos para no ir en autobús. Así que no parecía que un boicot fuera a recibir mucho apoyo. La NAACP de Montgomery estaba empezando a considerar la posibilidad de presentar una demanda contra la ciudad por la segregación en los autobuses, pero necesitaban a un demandante y armar un caso sólido. El demandante tenía que ser una mujer, porque una mujer despertaría más simpatías que un hombre. Y la mujer tendría que ser absolutamente irreprochable, tener una buena reputación y no haber hecho nada malo a excepción de haberse negado a ceder su asiento.
En la primavera de 1955, una adolescente llamada Claudette Colvin y una anciana se negaron a ceder sus asientos a unos blancos en la sección central del autobús. Cuando el conductor fue a buscar a la policía, la anciana bajó del autobús, pero Claudette se negó a levantarse, pues afirmaba que había pagado el billete y que no tenía ningún motivo para moverse. Cuando la policía llegó, la sacaron a rastras del autobús y la arrestaron. (…)
Tras el arresto de Claudette, un grupo de activistas presentó una petición ante los representantes de la compañía de autobuses y los funcionarios del Ayuntamiento. La petición solicitaba un trato más cortés y la eliminación de los signos visibles de segregación. No pedían el fin de la segregación, sino llegar al acuerdo de que los blancos se empezarían a sentar desde las filas delanteras del autobús y los negros desde las traseras y que la línea divisoria estaría allá donde las filas se encontraran. Creo que la petición también solicitaba que se contratara a conductores negros. Tanto la compañía de autobuses como el Ayuntamiento tardaron meses en responder a la petición y, cuando lo hicieron, rechazaron todas y cada una de las propuestas.
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Sabía que necesitaban a una demandante más allá de todo reproche, porque participé en las conversaciones acerca de los posibles casos que podían presentar. De todos modos, ese no fue el motivo por el que me negué a ceder mi asiento en el autobús a un hombre blanco el jueves 1 de diciembre de 1955. No lo hice con la intención de que me arrestaran. De hecho, de haber prestado atención ni siquiera habría subido a ese autobús.
En aquella época estaba muy ocupada. (…) Cuando salí del trabajo la tarde del 1 de diciembre, me dirigí a Court Square, como siempre, para tomar el autobús de Cleveland Avenue e ir a casa. Al subir no me fijé en quién era el conductor y, para cuando lo hube reconocido, ya había pagado el billete. Era el mismo conductor que me había expulsado del autobús en 1943, hacía doce años. Seguía siendo alto y corpulento, con la piel enrojecida y de aspecto áspero. Y seguía teniendo aspecto de mala persona. No sé si ya había hecho esa ruta antes, porque a veces cambiaban a los conductores, pero sé que la mayoría de las veces que lo había visto en un autobús había decidido no subir.
Vi un asiento vacío en la sección central del autobús y me senté en él. Ni siquiera me pregunté por qué había un asiento vacío cuando, en la parte trasera, había bastantes personas de pie. Supongo que, si lo hubiera pensado, habría llegado a la conclusión de que, quizás, alguien me había visto y había dejado el asiento libre para mí. Había un hombre sentado junto a la ventana y dos mujeres al otro lado del pasillo.
La siguiente parada era Empire Theater y subieron algunas personas blancas. Llenaron los asientos para blancos y un hombre se quedó de pie. El conductor miró hacia atrás y lo vio. Entonces miró hacia nuestra sección y dijo: “Dejad libres esos asientos”, porque estábamos en la primera fila de los asientos de la sección negra. Nadie se movió. Nos quedamos donde estábamos, los cuatro. Entonces insistió: “Más os vale hacerlo por las buenas y que dejéis libres esos asientos”.
El hombre en el asiento de la ventanilla, junto a mí, se levantó y me moví para dejarlo pasar. Entonces vi que, al otro lado del pasillo, las otras dos mujeres también se habían levantado. Yo me senté en el asiento de la ventanilla. No acababa de ver en qué me ayudaría “hacerlo por las buenas”. Cuanto más cedíamos y más caso les hacíamos, peor nos trataban. (…)
La gente siempre dice que no cedí el asiento porque estaba cansada, pero no es cierto. No estaba cansada físicamente o, al menos, no más cansada de lo que solía estar al salir del trabajo. No era mayor, aunque hay quien cree que entonces era mayor. Tenía cuarenta y dos años. No, de lo único que estaba cansada era de rendirme.
El conductor del autobús vio que seguía sentada allí y me preguntó si pensaba levantarme. Respondí que no. “Haré que te arresten”, me dijo el conductor. “Sí, puede hacerlo”, respondí yo. Eso es todo lo que nos dijimos. Ni siquiera supe cómo se llamaba hasta que volvimos a vernos en el juzgado. Se llamaba James Blake. Bajó del autobús y esperó fuera unos minutos, hasta que llegó la policía.
Mientras permanecía sentada, intenté no pensar en lo que podría sucederme. Sabía que podía pasarme cualquier cosa. Podían sacarme a rastras o pegarme. Podían arrestarme. Me han preguntado varias veces si, entonces, se me ocurrió que el mío podía ser el caso que la NAACP llevaba tanto tiempo buscando. Ni se me pasó por la cabeza. De hecho, creo que, si hubiera pensado demasiado en lo que podía pasarme, es probable que hubiera bajado del autobús. Pero me quedé.
Mientras, la gente empezó a bajar del autobús y a pedir trasbordos, así que cada vez había menos gente, sobre todo en la cola del autobús. No se bajaron todos, pero todos estaban muy callados. Y los pocos que hablaban lo hacían en susurros, nadie hablaba en voz alta. Habría sido muy interesante ver todo el autobús vacío. (…)
Al final llegaron dos policías. Subieron al autobús y uno me preguntó por qué no me levantaba. Entonces, yo le pregunté por qué nos trataban así y me respondió: “No lo sé, pero la ley es la ley y estás detenida”. Estas fueron sus palabras exactas. Un policía agarró mi bolso y el otro mi bolsa de la compra y me llevaron al coche patrulla. Una vez allí, me devolvieron mis cosas. No me pusieron las manos encima y tampoco me metieron en el coche a la fuerza. Una vez que me hube sentado en el coche, volvieron junto al conductor y le preguntaron si quería hacer una declaración jurada. Dijo que primero acabaría la ruta y que, entonces, volvería para hacer la declaración. Hasta que no firmara la declaración jurada, yo solo estaba bajo custodia, no legalmente detenida.
Mientras me llevaban a la comisaría, cerca de Court Street, uno de ellos me preguntó de nuevo: “¿Por qué no te has levantado cuando te lo ha dicho el conductor?”. No respondí. No dije una palabra hasta que llegamos a la comisaría.
Cuando entramos en el edificio, pregunté si podía beber un poco de agua, porque tenía la garganta muy seca. Había una fuente justo a mi lado. Uno de los policías dijo que sí, pero, cuando acababa de inclinarme para beber, otro dijo: “No, no puedes beber agua. Tienes que esperar hasta que entres en la cárcel”. (…) Pregunté si podía hacer una llamada y me dijeron que no. Como era la primera vez que me arrestaban, no sabía si era otra discriminación porque era negra o si se trataba del procedimiento habitual. Pero me dio la sensación de que era más discriminación. Luego me llevaron de nuevo al coche patrulla y nos dirigimos a la cárcel de la ciudad, en North Ripley Street.
No tenía miedo a la cárcel. Estaba más resignada que otra cosa. No recuerdo estar muy enfadada, al menos no lo suficiente para discutir. Estaba dispuesta a aceptar lo que fuera que me esperara. Volví a preguntar si podía hacer una llamada. No me respondieron.
(…)
Subimos por una escalera (las celdas estaban en el segundo piso) y cruzamos una puerta cubierta de malla metálica que daba a un pasillo mal iluminado. [La matrona] Me metió en una celda vacía y oscura y cerró la puerta. Se alejó unos pasos y entonces volvió. Me dijo: “En el otro lado hay dos chicas. Si quieres estar con ellas en lugar de estar sola en la celda, dímelo y te llevaré con ellas”. Le dije que me daba igual, pero dijo: “Vamos, te llevaré allí y así no tendrás que estar sola”. Era su manera de ser amable. No hizo que me sintiera mejor. (…) En la celda a la que me llevó la matrona había dos mujeres negras. Una me habló y la otra no. Una hizo como si yo no estuviera allí y la que me habló me preguntó qué me había pasado. Le expliqué que me habían arrestado en el autobús.
“Algunos conductores de autobús son malos de verdad. ¿Estás casada?”, me preguntó. Cuando le respondí que sí, me dijo que seguro que mi marido no dejaría que permaneciera allí mucho tiempo.
Quería saber si podía ayudarme de algún modo y le dije: “Si tienes un vaso, me gustaría poder beber un poco de agua”. Tenía una taza de metal oscuro colgada sobre el lavabo, la llenó con un poco de agua y bebí dos sorbos. Entonces, empezó a contarme sus problemas. Su historia me interesó y empecé a pensar en cómo podría ayudarla.
Me explicó que llevaba unos cincuenta y cinco o cincuenta y siete días encerrada y que era viuda, su marido había muerto. Había empezado a vivir con otro hombre y, un día, él se enfadó con ella y la golpeó. Así que ella agarró un hacha de mano y lo persiguió. Y él hizo que la arrestaran.
Me explicó que tenía dos hermanos, pero que no se había podido poner en contacto con ellos. Mientras, cuando ya llevaba unos días en la cárcel, al hombre se le había pasado el enfado y quería sacarla de la cárcel, pero solo si ella accedía a seguir con él. Ella no quiso saber nada, así que se había quedado en la cárcel, sin manera de ponerse en contacto con nadie que pudiera sacarla de allí.
Tenía lápiz, pero no papel, y yo tampoco tenía nada, porque se habían quedado con mi bolso. Cuando acabó de contarme su situación, la matrona volvió y me dijo que saliera de la celda. No supe adónde íbamos hasta que llegué a la cabina telefónica. Me dio una tarjeta y me pidió que escribiera el nombre y el número de teléfono de la persona a la que iba a llamar. Metió una moneda de diez centavos en la ranura y se quedó al lado, para escuchar la conversación.
Llamé a casa. Mi marido y mi madre estaban allí. Ella contestó al teléfono y le dije: “Estoy en la cárcel. Díselo a Parks, a ver si puede venir y sacarme”.
Me preguntó: “¿Te han pegado?”.
“No, no me han pegado, pero estoy en la cárcel”, respondí.
Le pasó el teléfono a mi marido y le dije: “Parks, ¿puedes venir a sacarme de la cárcel?”.
Me respondió que estaría allí en unos minutos. No tenía coche, así que sabía que tardaría más. Pero, mientras aún estaba al teléfono, un amigo llegó a casa en coche. Había oído que me habían arrestado y se había acercado a casa, en Cleveland Court, para ver si podía ayudarnos. Le dijo a Parks que lo llevaría en coche a la cárcel.
Entonces, la matrona me llevó de nuevo a la celda.
Tal como había dicho el amigo de Parks, ya se había corrido la voz acerca de mi arresto. Al señor Nixon se lo dijo su esposa, a quien se lo había dicho una vecina, Bertha Butler, que había presenciado cómo me habían hecho bajar del autobús. El señor Nixon llamó a la cárcel para averiguar de qué me acusaban, pero no se lo quisieron decir. Entonces intentó hablar con Fred Gray, uno de los dos abogados negros de Montgomery, pero no estaba en casa. Así que, al final, Nixon llamó a Clifford Durr, el abogado blanco que era el marido de la señora Virginia Durr. El señor Durr llamó a la cárcel y le dijeron que me habían arrestado bajo las leyes de segregación. También le dijeron a cuánto ascendía la fianza.
(…)
Cuando volví a la celda, la mujer había conseguido encontrar un papelito arrugado en el que había escrito los nombres y los números de teléfono de sus dos hermanos. Me pidió que los llamara a primera hora, porque se iban a trabajar a las seis de la mañana. Le dije que así lo haría.
Justo entones, apareció la matrona para decir que me iban a dejar en libertad y la mujer aún no me había dado el papel. Me sacaron con prisas y ella estaba justo detrás de mí. Sabía que no podría pasar de la puerta con la malla metálica al final de la escalera, así que lanzó el papel escaleras abajo. Cayó justo a mis pies. Lo recogí y me lo metí en el bolsillo.
La señora Durr fue la primera persona que vi al cruzar la puerta con la malla metálica flanqueada por matronas. Tenía los ojos llenos de lágrimas y se la veía afectada, probablemente de pensar en lo que me habrían hecho. En cuanto me soltaron, me rodeó con los brazos y me abrazó y me besó como si fuéramos hermanas. (…) Nos fuimos de allí sin hablar demasiado, pero fue un momento muy emotivo. No me di cuenta de lo mucho que me había afectado estar en la cárcel hasta que salí.
Mientras bajábamos la escalera nos encontramos con Parks y sus amigos, que subían. Subí al coche con ellos y el señor Nixon nos siguió hasta casa.
Cuando llegamos ya eran las nueve y media o las diez de la noche. Mi madre se alegró de verme en casa y me preguntó qué podía hacer para ayudarme. Le dije que tenía hambre (por algún motivo me había saltado el almuerzo ese día) y me preparó algo para comer. (…) Todos estaban enfadados por lo que me había sucedido y decían que no podía volver a suceder. Yo sabía que jamás de los jamases volvería a subir en un autobús segregado, aunque tuviera que ir a pie al trabajo. Lo que aún no se me había ocurrido es que el mío pudiera ser un caso que sentara precedente contra los autobuses segregados.
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Fragmento traducido del inglés por Montserrat Asensio Fernández para la editora Plataforma.
Introducción y edición por Helena Zelic