Hace unas semanas se finalizó la 26.ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26). La expectativa más importante que tenía el evento era la finalización del libro de reglas del Acuerdo de París, el documento que ahora rige la forma en que los países signatarios deben comportarse en el régimen climático global. Los movimientos sociales tienen una crítica histórica a la forma en que el sistema de Naciones Unidas actúa en temas tan importantes, privilegiando el poder corporativo y los intereses del capital en detrimento de la participación popular. Más que nunca, esta crítica sigue vigente: este año, si todos los representantes del sector de petróleo y gas en la COP26 fueran del mismo país, representarían la mayor delegación oficial en el evento.
Además, el cierre del libro de reglas del Acuerdo de París inicia un nuevo momento político: el de crear las condiciones para implementar una nueva economía verde, mucho más basada en la electrificación, la digitalización y la financiarización de la naturaleza. Se comienza a abordar una agenda de desarrollo de bajo carbono que no debe tener a los Estados y los proyectos públicos como protagonistas, sino a una gran inserción del sector privado como definidor del rumbo de este nuevo momento. La mayoría de los países del Sur Global tiene sus economías afectadas por la crisis del covid-19, y es en este escenario que se ven obligados a aceptar todo tipo de inversiones para poder recuperarse.
Falsas soluciones
La nueva arquitectura del sistema climático se basa en mecanismos de compensación de emisiones, muy similares a los mecanismos ya conocidos por los movimientos y comunidades afectados por la economía verde, como los proyectos REDD+. El cierre del artículo 6 del Acuerdo de París de una vez por todas sentó las bases para la creación de un mercado internacional de carbono. En la práctica, esto otorga a los países ricos una “licencia para contaminar” siempre que compensen sus emisiones. Este tipo de razonamiento está en la base de lo que se ha llamado un objetivo de “emisiones netas cero” (o net zero): no se trata de exigir a los países que reduzcan drásticamente sus emisiones a cero – lo que afectaría a importantes sectores del poder corporativo, como las empresas de petróleo y energía – sino más bien de exigir que todo lo que se emitió sea compensado de alguna manera.
Lo que no se muestra es que esta compensación se da en espacios reales y concretos. Lo que las negociaciones ven como simples “sumideros de carbono” son en realidad bosques y territorios ocupados por pueblos y comunidades que tienen sus medios de vida basados en estos lugares, los cuidan e históricamente son cuidados por ellos. La tendencia es que cada vez se desarrollen más proyectos de captura de carbono en los territorios del Sur Global para ingresar al negocio de las emisiones. Este mercado no solo debe ser perfilado en los bosques, sino también en la agricultura, en la figura de la agricultura 4.0 que se vende como una forma eficiente de capturar carbono.
Esta forma de ver la naturaleza como un simple “sumidero” subyace a lo que se ha llamado “soluciones basadas en la naturaleza”, un término general para todos los mecanismos de compensación basados en la captura de carbono por los bosques, océanos o suelos.
Con el aumento de la demanda por compensación, se espera una expansión de las fronteras agrícolas, energéticas y minerales en los territorios del sur, bajo ese artificio de la compensación. No es de extrañar que los movimientos rebautizaran las “soluciones” como “despojos basados en la naturaleza”. Las grandes corporaciones ponen en riesgo la soberanía alimentaria de los territorios, aumentan el control sobre la tierra y la vigilancia.
Las llamadas soluciones basadas en la naturaleza no están citadas literalmente en el Acuerdo de París, por ahora, pero se sabe que existe una gran presión para ser el modelo de negocio climático en el futuro. Vimos mucho este nombre en la Cumbre de Sistemas Alimentarios que, al igual que la COP26, ha sido un espacio del sistema de la ONU con cada vez menos participación democrática y cada vez más guiado por las empresas. Probablemente, también estará presente en las próximas reuniones del Convenio sobre la Diversidad Biológica. En relación a los sistemas alimentarios, la “agricultura climáticamente inteligente”, que estaría en mejores condiciones de almacenar carbono en el suelo, se promociona como la agricultura del futuro.
Mientras se crean todos estos nuevos negocios, no existe un compromiso real por parte de las corporaciones y los países del norte de asumir la responsabilidad de los efectos del cambio climático que ya se están sintiendo, como las catástrofes provocadas por el aumento del nivel del mar. Las adaptaciones al cambio climático y la posibilidad de hacer una transición real del modelo de producción y consumo necesitan financiación. Este financiamiento debería ser responsabilidad de los países históricamente más responsables del cambio climático, basado en el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas, según el cual los países con mayor responsabilidad histórica por el cambio climático (los más industrializados) deben aportar recursos que financien las acciones necesarias para reducir sus daños. En el modelo COP, plenamente capturado por el poder corporativo, incluso la agenda de eventos extremos también se convierte en negocio. Es una agenda capturada por el mercado financiero, en la figura de las compañías de seguros, que hacen negocios sobre la previsión de catástrofes.
Los pueblos plantean formas de salir de la crisis climática
Dada la gravedad del problema climático, es incuestionable que una transición energética y el modelo de producción y consumo es urgente. La pregunta es sobre en qué base debería tener lugar esta transición. La propuesta de los representantes del capital se basa en una concentración de poder aún mayor en manos de corporaciones y algunos estados del Norte Global.
La gran responsabilidad del gas metano en el cambio climático fue un tema destacado en la COP26. Un tema que podría ser abordado a través de la desinversión en la industria agropecuaria – principal responsable no solo de la emisión de este gas de efecto invernadero sino también del aumento de la deforestación, contaminaciones y violación de los derechos humanos en todo el mundo – se convierte en otra oportunidad de negocio. Estados Unidos se ha comprometido a lanzar un satélite de alta definición en 2022 para generar datos sobre las emisiones de metano de todo el planeta. Es curioso notar cómo estas tecnologías se presentan como soluciones mágicas, sin tener en cuenta su gran potencial militar para la vigilancia de todo el territorio global. Parece que, en nombre del clima, todo el poder militar y de vigilancia del imperialismo podría estar justificado.
Por otro lado, desde los movimientos sociales aprendemos que la transición debe ser hecha por el paradigma de la transición justa, que se vincula con la valoración de las trabajadoras y los trabajadores en los sectores que deben sufrir desinversión y con un cambio en la lógica de producción y consumo de la sociedad en su conjunto. Este cambio solo puede provenir de la lucha anticapitalista y de la soberanía popular.
Hacer frente a la gravedad del problema climático presupone una reorganización de la producción. Desde la economía feminista, tenemos pistas de cómo debe producirse esta reorganización: valorando los sectores económicos y las actividades que garantizan la sostenibilidad de la vida, quitando la centralidad del mercado de nuestras vidas, fortaleciendo los procesos democráticos y populares.
Al igual con lo que pasó en la contracumbre sobre sistemas alimentarios, la Cumbre de los Pueblos, paralela a la COP26, contó con una amplia participación popular. Si las empresas dictan cada vez más las reglas del juego dentro del sistema, también cada vez más personas se movilizan por la urgencia de crear otra forma de relacionarse con la naturaleza en las calles, en las redes y en los territorios. Las respuestas de los movimientos pasan por la agroecología, por más poder popular y menos poder corporativo, por más centralidad en la importancia del trabajo – sobre todo el trabajo invisible de las mujeres – en la sustentabilidad de la vida, por la soberanía tecnológica más que por el fetiche tecnicista que alguna solución mágica, como la geoingeniería, podrá salvarnos.
No es de extrañar que el poder corporativo críe cada vez más soluciones falsas a la crisis climática. Sobre todo, en un momento de crisis como la que vivimos actualmente, la lógica del mercado es expandir sus fronteras para cada vez alcanzar más ámbitos de la vida.
Es cierto que los movimientos y organizaciones tienen cada vez menos espacio en los ámbitos del sistema ONU para seguir de cerca las negociaciones. Pero también es cierto que nunca creímos que este sería el lugar por donde pasaría la construcción de una nueva sociedad. Por tanto, luchar contra las falsas soluciones pasa por fortalecer nuestras banderas históricas, así como abrazar nuevas banderas que el momento histórico actual nos llama a asumir, como la demarcación y titulación de los territorios de comunidades tradicionales, el fortalecimiento de la agroecología, la transición justa y la soberanía alimentaria y energética.
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Natália Lobo es agroecóloga y militante de la Marcha Mundial de las Mujeres en Brasil.