Existe un sistema de dominación múltiple que clasifica las identidades y los cuerpos. Así, nos identifica como hombres o mujeres, y establece que lo heterosexual es lo «normal», mientras otros cuerpos e identidades sexuales disidentes, muchas veces, ni siquiera son nombrados. Este es el mismo sistema que nos clasifica desde la raza y etnia, manteniendo lo blanco como supremo. Nos clasifican también desde la clase, entre pobres y ricos. Nos clasifican desde la geopolítica, separándonos entre Norte y Sur, y desde la geografía, entre lo urbano y lo rural. Nos clasifican desde un montón de categorías más, en donde entran los apellidos, la identidad, la discapacidad, el nombre, el origen, la religión.
En este sistema clasificatorio, todo el segmento de arriba –de hombres heterosexuales, blancos, ricos, del Norte y de lo urbano– generalmente es formado por los dueños de los medios de producción, controlando las lógicas de funcionamiento de la sociedad, de los Estados y las leyes. En la parte de abajo, está la población más empobrecida: las mujeres, las lesbianas, las personas indígenas y negras, el pueblo trabajador, del sur, de lo rural.
Construimos identidades desde lo que el sistema mismo nos ha impuesto como categorías, cuestionando el origen de este sistema clasificatorio y a quién sirve que nos nombremos como tal.
¿Por qué es importante entonces hablar de nuestros cuerpos?
Margarita Pisano dice que «el cuerpo es el instrumento con el que tocamos la vida». Es el órgano que nos da la conexión vital con el resto del cosmos, de la naturaleza. Es la energía que nos permite hacer transformaciones colectivas y personales.
La sexualidad tiene que ver con nuestros deseos, erotismo, placer con la vida, afectos con otras personas, atracciones, gustos y rechazos, lo que vemos y que nos provoca. La sexualidad es la forma en que nos expresamos, nos relacionamos con nuestros cuerpos y los compartimos con otras personas, en vivencias a solas o acompañadas.
Todo esto que nosotras y nosotres vivimos como sexualidad es aprendido. El concepto de belleza que tenemos es aprendido, así como el deseo. Siempre estamos deseando la perfección de nuestros cuerpos, y a veces creemos que no merecemos ser amadas porque no tenemos el cuerpo perfecto. La sexualidad tiene que ver con la forma en que se construye nuestra subjetividad, como sujetos manipulables por este modelo.
Recuperar nuestros cuerpos es importante para descolonizar nuestras mentes, nuestra imaginación, nuestros placeres. El cuerpo es donde se afinca la opresión y, al mismo tiempo, en donde encontramos las rutas de emancipación y de transformación de nuestro sentir. Hay que ver cuánta violencia consumimos a través de los medios de comunicación; cuántas emociones feas hay, incluso dentro de nosotras mismas, de autoritarismo, de deslegitimación, de celos. Resignificar lo que nos hace mal en nuestras vidas también origina procesos de transformación para construir relaciones distintas.
Cuerpo y sexualidad en el proceso de acumulación de capital
Una de las construcciones sociales patriarcales coloniales capitalistas es la relación del cuerpo y del trabajo. El cuerpo es una unidad anatofisiológica, o sea, que respira, deglute, defeca y puede tener la capacidad de parir, la cual se nos asigna en términos de obligatoriedad. Desde estos cuerpos, se explota y se comercia.
El trabajo explota la capacidad física del cuerpo. Las mujeres, especialmente las migrantes, viven el mandato de los cuerpos que se usan para limpiar y cuidar. Ese trabajo, que según las feministas marxistas es la actividad humana que transforma la realidad y que ha desarrollado las civilizaciones a lo largo de la historia, se caracteriza por acompañarse con las labores de subsistencia fuera de las casas, bajo una división sexual del trabajo. Además, algunas feministas están planteando una tercera línea de trabajo: el pensamiento y planificación. Aunque nosotras no estemos trabajando en la casa, estamos siempre pensando «se acabó el jabón», «se acabó la sal»… Las mujeres tienen toda la ruta planificada: «tengo que ir aquí, antes voy a pasar por el mercado, luego paso por el banco, luego traigo a los niños, luego voy a no sé dónde».
El trabajo de reproducción se instala desde la institución del amor romántico, medio a través del cual se controla la subjetividad de las mujeres. Las mujeres hacemos todo por amor. Nos venden la idea de que tenemos que ser amorosas, lo que en verdad quiere decir estar cuidando a otros todo el tiempo y descuidándonos a nosotras mismas. Comemos después que todos, sólo si alcanza la comida.
Nos asignan todo este trabajo y aún tenemos que estar agradecidas por recibir amor. Cuando somos chiquitas, nos dicen «pórtate bien porque, si no, nadie te va a querer». Esos mensajes que recibimos permanentemente nos dicen que tenemos que merecer el amor porque nos portamos bien, lo que significa responder al mandato de todo este trabajo invisibilizado y no remunerado de reproducción de la especie, subsidiando la acumulación de capital.
Historiadoras feministas mayas vienen diciendo cómo la colonia instaló la servidumbre como una lógica de funcionamiento y de acumulación de capital. La colonia históricamente puso a los pueblos indígenas y negros, y particularmente a las mujeres de estos pueblos, como responsables por desarrollar todo el trabajo resultante de la servidumbre.
Instituciones materiales y simbólicas de control de los cuerpos y sexualidades
El modelo capitalista es responsable por la normalización de la opresión y el adoctrinamiento del deseo, con la imposición de los gustos. Nos parece tan normal que ya no nos cuestionamos. En ese sentido, muchas veces vemos la prostitución o la trata de personas como «algo que sucede», sin que lo vinculemos a nuestros análisis críticos o nuestras propuestas de transformación. La industria de la belleza, así como las farmacéuticas, ayudan a patologizar cualquier desequilibrio o desorden que tengamos, y que muchas veces es producto de este mismo modelo. La industria de la guerra se monta sobre el modelo de masculinidad y dominación.
La relación cuerpo-trabajo está implicando efectos degenerativos en la salud por las nuevas tecnologías. El sedentarismo nos está maltratando mucho. El estrés es un efecto, así como la depresión y sus prácticas auto dañinas. Ya no podemos ir con nuestros ritmos, tenemos que estar todo el tiempo produciendo. Otro efecto es la contaminación que generan los procesos de producción, y que tiene implicación en nuestra salud. Muchas comunidades indígenas están en la defensa de sus territorios, contra la contaminación por pesticidas, la usurpación de sus ríos, la instalación de cables de alta tensión, además de la violencia sexual sufrida por estar en la resistencia.
Patologización y violencia
Hay religiones y pactos políticos que existen para patologizar y criminalizar lo que rompe con el mandato de la homogeneidad sexual. Con eso, al fin y al cabo, toda la sexualidad se patologiza como un exceso, pecado o desviación que debe ser reprimido, controlado o restringido, particularmente para las mujeres, a quienes se les atribuye la carga de hacer el control sexual de los hombres.
Las iglesias, las escuelas, el Estado y la familia regulan, vigilan, critican y castigan el comportamiento sexual. De la prohibición viene la manipulación del deseo, la internalización de las jerarquizaciones, e incluso algunas fantasías, sobre las cuales podemos reflexionar: ¿hasta dónde internalizamos prácticas sin saber si nos gustan o no nos gustan?
La patologización es una estrategia que se dio desde la colonia, con la deshumanización de los pueblos indígenas. Convierten nuestros cuerpos en enfermedades, por ejemplo, diciendo que nuestra sangre es sucia. De ahí, mercantilizan falsos preceptos, que implican ganancias capitalistas.
Los transfeminicidios son resultantes de la violencia de estas instituciones, principalmente las religiosas, que justifican el castigo y la misma muerte, imponiendo la heterosexualidad obligatoria. Por medio de mecanismos de disciplinamiento y control, el patriarcado naturaliza la heterosexualidad, asegurando la lealtad y la visión emocional y erótica de las mujeres respecto de los varones. Para mantener el régimen heterosexual, es necesario que la homosexualidad, el lesbianismo y diferentes formas sexuales sean un tabú o una prohibición, haciendo que la heterosexualidad parezca ser la única posibilidad legítima y natural de relacionarse sexoafectivamente.
La heteronormatividad es un régimen político
En este régimen, hay un sentido de propiedad sobre los cuerpos, bajo principios como la ya mencionada maternidad obligatoria y la monogamia femenina. El sistema nos clasifica según el acceso sexual que los hombres tienen de nosotras, o sea, nuestra pertenencia en relación a los hombres nos hace ser «buenas» o «malas». Que existan las malas y las buenas es un mecanismo que sirve a este modelo, además para profundizar la enemistad histórica entre mujeres.
La sociedad controla, autoriza o restringe para su propio beneficio las formas cómo nos reproducimos y procreamos, según la necesidad del mercado, ya sea prohibiendo el aborto, o imponiendo esterilizaciones masivas a algunos pueblos.
Las personas disidentes sexuales son quienes, en mayor porcentaje, viven su sexualidad en condiciones precarias. Eso significa que el régimen heterosexual tiene un límite, porque, a pesar de las condiciones precarias, muchas personas se atreven a vivir su vida de otras maneras.
Sin la heterosexualidad obligatoria, no pueden mantener a las mujeres atrapadas para su explotación. Sin la explotación de las mujeres, no pueden mantener al hombre como centro simbólico del mundo productivo. Sin los paradigmas colonizantes, no puede mantenerse el racismo como ideología de dominación. Y, sin esa dominación, no se puede devastar la naturaleza, producir, comerciar y obtener plusvalía.
Para que podamos pensar en procesos emancipatorios, es importante tener un análisis situado, entendiendo que somos diversas y plurales, con contextos e historias que crean cadenas y jerarquías. Esta reflexión colectiva es un proceso emocional, que pretende complejizar nuestros cuestionamientos desde lo que sentimos. Así, posiciona la importancia de retomar y de recuperar en términos políticos nuestros cuerpos, en complicidad con otras para hacer fuerza política emancipadora.
María Dolores Marroquín forma parte de la Alianza Política Sector Mujeres y de la Marcha Mundial de las Mujeres en Guatemala. Este texto es una edición de su ponencia en la Escuela Internacional de Organización Feminista (IFOS, sigla en inglés) que ocurrió en agosto de 2023 en Honduras.