Cuando oímos hablar de agronegocios en el sector popular organizado y no organizado en Paraguay, inmediatamente pensamos en “sojero”, “brasileño”, “menonita”¹. ¿Por qué? ¿Desde cuando aparecen estas palabras en nuestro entorno? ¿A qué nos referimos, en realidad, cuando las usamos? Analicemos la palabra “agronegocio”: negocio del agro, negocio de la tierra… Acá está la clave. Esta palabra encierra un concepto de tierra diferente del que tenemos les campesines y pueblos indígenas.
Generalmente la tierra es comprendida una mercancía, un producto que se compra y se vende pero además genera lucro. La tierra (el agro) es explotada comercialmente. Ya no es vista como el “tekoha”, ya no es el “lugar donde somos”, “el lugar donde vivimos, producimos y nos reproducimos”, “el lugar donde desarrollamos nuestro ser”, “el lugar donde somos y tenemos nuestra cultura”.
Para el agronegocio, la tierra es negociable, es medida en uniformidad, no en diversidad. En toneladas de granos, no en semillas. En productividad y no en inocuidad. En dólares y no en vida. En curvas de niveles y no en especies de árboles y aves que desaparecen.
El agronegocio es la explotación capitalista de la tierra, poniendo en ella todo lo que pueda generar lucro y acumulación de ganancias en tiempo record. Para ello, la tierra es sometida a tratamiento “inhumano”. ¿Inhumano? La tierra no es humana. Diganme si la fertilización artificial, la rotura permanente del suelo con máquinas pesadas, las constantes fumigaciones con tóxicos, la falta de descanso, la misma rutina todo el tiempo son humanas.
¿Así tratamos a nuestro cuerpo? ¿Es así que cuidamos nuestra salud? ¿Es así que alimentamos nuestro cuerpo? ¿Alimentos? ¿Quién dijo alimentos? El agronegocio no habla de alimentos, habla de “commodities”. La tierra para el agronegocio no tiene vida, por tanto es una máquina y como tal es tratada. Así es desde que el capitalismo se ha metido de verdad al campo.
Sí, es claro que ya estuvo antes, pero muy tímidamente: en la etapa final del producción, cuando no pagaba los precios justos, o cuando comenzó a vender las semillas o a ofrecer venenos como aliado “del campesino”. Con el agronegocio, el capitalismo entró/invadió el campo de manera insospechada y lo cambió todo, hasta el pensamiento.
¿Cómo se cambió el pensamiento? ¿Qué significa esto? Por lo general, cuando hablamos de agronegocio, nos referimos a grandes extensiones empresariales y comerciales de plantaciones. Vemos al agronegocio en camionetas lujosas pasearse por los pueblos, vemos grandes tractores de diferentes formas casi fantasmagóricas, robots que circulan por las calles levantando polvos enfermantes. Vemos “el éxito”.
Pero también pensamos: “en tan poco tiempo se hizo de plata”, claro, “no necesita trabajar mucho para acumular, el veneno y las máquinas hacen el trabajo”, “gana sin grandes esfuerzos”. Y pensamos: “si hago lo mismo, me puede ir igual”. Y probamos, y no nos va igual, o nos alejamos de la comunidad, dejamos de ser comunidad y pasamos a ser “dueños de”.
Empezamos a usar “matatodo” (glifosato) para no carpir, compramos semillas transgénicas, nos endeudamos para comprar veneno, mandamos rastronear para no usar el arado, alquilamos tractores, porque no nos da para comprar y tampoco nos van a dar créditos porque ni siquiera tenemos seguridad “legal” sobre la tierra. Actuamos como el agronegocio. El agronegocio es como ese «sujeto” exitoso, como ese modelo que copiamos sin querer queriendo.
El agronegocio, como proceso complejo de acumulación capitalista en el campo, que aplica un paquete tecnológico caro (maquinarias, semillas híbridas o transgénicas, agrotóxicos/venenos, camiones, etc.), se muestra amigable, accesible y tentador.
Así es como fue adentrándose en las mentes. En el campo entró desalojando comunidades, en las mentes, desalojando saberes. Lo que sabíamos se volvió viejo, inadaptado, fuera de tiempo, romántico. Pero, en consecuencia, para las comunidades campesinas e indígenas, el campo se despobló, el monte desapareció, las variedades de semillas se perdieron, la alimentación cambió, y las mentes se frustraron, no resultamos en nuevos ricos.
Nos empobrecimos, perdimos la tierra, nos despojamos de nuestros saberes. Solo los ricos antiguos siguieron enriqueciéndose, con algunos pocos a quienes les cayó “la migaja”. Esto porque el agronegocio está ligado al capital internacional y allá va a engrosar los bancos internacionales, a aumentar los capitales de las empresas multinacionales.
Soberania alimentaria, derecho de los pueblos
Ante esto, desde la resistencia campesina e indígena hemos desarrollado un nuevo concepto para superar esta pesadilla. Hace 25 años que hablamos de la soberanía alimentaria, concepto que parte de la práctica de resistencia y, hoy, también de la resiliencia en épocas de crisis. Definimos la soberanía alimentaria como el derecho colectivo de los pueblos a definir nuestros propios sistemas alimentarios: cómo producir, qué producir, con quienes producir. Pero también es el derecho de quienes consumen a saber lo que consumen, de dónde proviene, cómo se produjo, en qué condiciones.
Es además el derecho de comerciar en términos justos, de intercambios basados en el trabajo empleado. También es el derecho de la naturaleza y la tierra a ser respetadas como dadora de vida y al cuidado del medio ambiente.
La soberanía alimentaria es el reclamo de los pueblos del campo pero que a su vez involucra a la ciudad. Es un concepto altamente complejo, pero sencillo de entender. Involucra otras reivindicaciones históricas del movimiento campesino, incorpora los aprendizajes de los pueblos indígenas.
Para empezar debemos partir de la base material, la tierra. La tierra es un bien común, no es mercancía. La tierra que ocupamos para vivir, producir y reproducirnos es el territorio. El territorio es el tekoha. Lugar donde somos. El territorio incluye la tierra productiva, el suelo que habitamos, el medio ambiente natural y cultural, las personas, los saberes, las memorias, los sueños. El territorio es el lugar donde producimos alimentos para el cuerpo y para el alma.
De ahí que la soberanía alimentaria incluye a la reforma agraria – una nueva reforma agraria que no se limita a la distribución de tierra, sino que se extiende a la restitución territorial, a la reconstrucción del territorio, a la restauración del medio ambiente, a la recuperación de semillas, a la producción de alimentos sanos, nutritivos, a la recuperación de las tierras malhabidas, al cuidado de la naturaleza, a la construcción de comunidad, a la recuperación de la autonomía y al poder sobre el territorio, poder para cuidarlo, poder para co-cuidarnos.
Por eso es importante organizarnos en el campo y la ciudad para volver al campo, a sembrar dignidad y a cosechar esperanzas y solidaridad. Esto se ve aún ahora, durante esta pandemia: mismo con muy poco, cuánta comida nos da Ñande Yvy, nuestra tierra, y cuánto más nos dará si la cuidamos. Solo con soberanía alimentaria podremos cuidarnos mutuamente: la tierra nos cuida, nosotres la cuidamos.
De ahí que la soberanía alimentaria incluye la agroecología como un modelo de producción que se opone al agronegocio. El agronegocio se basa en el monocultivo extensivo e intensivo de semillas transgénicas con uso de insumos químicos industriales, tecnología pesada y alto consumo de energía fósil y otras clases. En cambio, la agroecología se propone recuperar los saberes ancestrales incorporando nuevos conocimientos que sean compatibles con la protección del medio ambiente, la naturaleza y las personas.
La agroecología es no sólo un modelo o un modo de producción, sino de vida. Ella incopora los conocimientos de permacultura al bienestar general de las personas y de la naturaleza en todos los contextos. De ahí que la soberanía alimentaria incluye el feminismo con identidad campesina, indigena, y popular.
La soberanía alimentaria no solo reconoce el papel fundamental de las mujeres en el ejercicio del derecho a la vida, vida saludable, vida digna. Ella tiene a las mujeres como principales sujetos de cambio, enfocando la lucha contra la violencia desde el trabajo colectivo, aprendiendo de la naturaleza y devolviéndole a ella el favor del cuidado.
De ahí que la soberanía alimentaria incluye los derechos campesinos y los derechos de los pueblos indígenas y también los derechos del medio ambiente. En un contexto globalizado, incluye y determina una nueva mirada hacia la integración regional e internacional. Es decir, la Soberanía Alimentaria no es cerrarse en el país propio, no es negar el comercio internacional, no es negar el intercambio necesario. Es justamente permitirse a los pueblos, a las naciones y países los derechos a desarrollarse de manera autónoma y en cooperación.
La soberanía alimentaria es un aporte de campesines de todo el mundo ante la limitación de la seguridad alimentaria planteada por la FAO. Para asegurar nuestra alimentación, que es un hecho político y cultural, necesitamos soberanía y autonomía. Estos aspectos de la alimentación requieren que los Estados y los gobiernos nos garantizen, protejan y promuevan a la soberanía alimentaria.
Por todo esto es que se hace necesaria la organización fortalecida, tanto en el nivel comunitario como nacional, para impulsar acciones que permitan conquistar eso como parte de los derechos campesinos. Ellos fueron muy recientemente aprobados en la Asamblea de las Naciones Unidas, pero nuestro país, el Paraguay, aun no lo ratificó. Justamente esta declaración se convierte en una herramienta de lucha para impulsar nuestro derecho a la soberanía alimentaria y nuestro derecho a la alimentación. La soberanía alimentaria nos permitirá alimentarnos según nuestras pautas alimentarias, recuperando los saberes y los sabores de nuestras abuelas.
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Perla Álvarez, de la Coordinadora Nacional de Organización de Mujeres Trabajadoras, Rurales e Indígenas (CONAMURI), integra el Colectivo de Derechos Humanos de la CLOC-Vía Campesina Sudamérica y el Colectivo Internacional sobre Derechos Campesinos de La Vía Campesina. Este texto fue publicado originalmente en el libro Con la soya al cuello y en la página web de La Vía Campesina.
¹ Los menonitas son un grupo de denominaciones cristianas originaria del norte de Alemania y de los Países Bajos durante la Reforma Protestante del siglo XVI. En Paraguay, son responsables de una parte importante de la producción agrícola del país, principalmente a través del monocultivo de soja y maíz. Son denunciados por deforestar, alterar el equilibrio del medio ambiente y contaminar el agua con agrotóxicos.