Cuando un producto de belleza menciona “cuidado del pelo”, el significado implícito es “pelo que cubre la cabeza”. Nada más allá de esto existe o se reconoce. Y esto sucede porque el pelo del cuerpo está bajo el control de la mirada patriarcal -es uno de los factores utilizados para categorizar, dominar y controlar el cuerpo de las mujeres-. Partiendo de la dualidad entre hombres y mujeres y pasando por la definición de la belleza o falta de ella, por la sexualidad o falta de sexualidad de las personas, el sistema patriarcal utiliza el pelo y el cabello -corte, color, apariencia rizada o lacia, su presencia o ausencia, donde están en el cuerpo- para determinar el género y la posición de clase de los individuos y su conformidad con el género impuesto.
En este texto, discutiremos las prácticas de control y disciplina del sistema patriarcal sobre los cuerpos a través del pelo. Nuestro énfasis estará en los cuerpos de las mujeres, vigilados, controlados y disciplinados en un intento permanente de crear y proteger una «feminidad».
En nuestra lectura del pelo como herramienta para disciplinar el cuerpo, lo vemos como una rearticulación más del cuerpo como espacio de subyugación. A raíz de ello, planteamos en este artículo la siguiente pregunta: ¿cómo la concepción de “feminidad” y el proceso de creación de una mujer “femenina” son, por un lado, una herramienta de sometimiento y control de los cuerpos y, por otro, una herramienta para retratarlos como cuerpos imperfectos? Buscaremos responder a esta pregunta a través de la concepción de Michel Foucault sobre poder y a través de nuestra experiencia relacionada con la violencia que produce las dinámicas de poder, la hegemonía y la disciplina existentes.
En términos foucaultianos, el poder trata al cuerpo como un espacio de disciplinamiento. Cuando (algunos) regímenes se vieron obligados a abolir las prácticas públicas de tortura y represalia, recurrieron a la producción de un cuerpo dócil, sujeto a su poder sin las aparentes herramientas de la violencia. Hay una autoridad sobre los cuerpos en este contexto, pero “sin la tradicional fricción que genera resistencia”. Parece evidente, por la forma en que el poder hegemónico trata los cuerpos de las mujeres y de los pueblos colonizados, que busca crear un cuerpo disciplinado a través de los pelos. Es impresionante como la lógica masculina clasifica los pelos que cubren el cuerpo en dos dimensiones: cómo deben ser el aspecto de los pelos y dónde deben o no crecer.
En el marco de “enseñar” a las mujeres una disciplina y transformarlas en “cuerpos sumisos”, desde muy pequeñas las mujeres aprenden no solo cómo moverse y comportarse, sino también cómo debe o no debe ser sus pelos. En este sentido, la “feminidad” es una de las herramientas utilizadas, por un lado, para clasificar el comportamiento y, por otro, la forma de los pelos y su presencia o ausencia.
Los pelos son parte de un proceso de creación de género, lo que significa que el binario hombre-mujer está estrechamente relacionado con la cantidad de pelos que cubre el cuerpo. A través de los pelos, el sistema patriarcal diferencia a mujeres y hombres. Y, así, hace que las mujeres con más pelos en el cuerpo o con una distribución diferente (por ejemplo, con menos pelos en la cabeza y/o más pelos en la cara) sean menos “femeninas”; y hace que los hombres tengan cuerpos menos o no cubiertos por pelos menos “masculinos”.
Así, queda probado el paradigma binario de feminidad y masculinidad, separados de manera poco realista. Se rechazan los cuerpos de las mujeres y de las personas LGBT+ que optan por no someterlos a esta dicotomía, porque el sistema no acepta nada fuera de estas dos categorías. En esto, los cuerpos obedientes se forman no solo por su comportamiento, movimiento y sexualidad, sino también por su forma y por los pelos que los cubre.
La disciplina parece más firme, más dura y más grande en los cuerpos de las mujeres y las personas LGBT+ que en los cuerpos de los hombres cis. Esto significa que el sistema busca adaptar el cuerpo de esas personas en mayor medida que en el caso de los hombres heterosexuales. Desde esta perspectiva, vemos cómo la feminidad es una forma efectiva de control social.
Los cuerpos de las mujeres, de las personas LGBT+ y de los pueblos colonizados en particular, son el espacio para esta relación de poder y su implementación. Basado en las teorías foucaultianas, nuestros cuerpos son un “texto” que se lee, en el contexto patriarcal, como una entidad “hiper” sexual. Este exceso -es decir, la falta de disciplina que sufre este cuerpo- es una de las formas de convertirlo en “otro”. Por eso hay que disciplinarlo, acicalarlo y controlarlo, para castigarlo por su sexualidad, en un intento de domarlo.
En este sentido, la forma de nuestros pelos y su presencia o ausencia no aparece como resultado de elecciones individuales, sino como resultado del proceso de “construcción del cuerpo femenino ideal”. Jacques Lacan afirma que el cuerpo es secundario, no primario, en el sentido de que no es, sino que deviene. Según el autor, esta estructura o anatomía no es destino, sino discurso: al igual que el género, nuestros cuerpos también son una construcción social. Esto significa que son construidos y formados por el sistema dominante o por nosotras. Y porque hoy es más fuerte, el sistema dominante logra, en cada dimensión y en cada intersección, moldear y definir los cuerpos de los individuos, comunidades y pueblos y, así, hacer parecer que esta construcción es primaria.
Vuelvo a Foucault y su uso del concepto panóptico. El panóptico se reproduce socialmente al convertir a mujeres y personas LGBT+ en atalayas recíprocas. Así, observan el cuerpo, el tamaño y la forma de los demás, y los pelos que los cubre, y los presionan para que se los quiten o recorten, en aceptación de la mirada masculina, interiorizada en el acercamiento a sus propios cuerpos.
En este contexto de vigilancia, los cuerpos que necesitan ser cambiados y “mejorados” necesitan ser vistos como defectuosos, como si nacieran con un defecto que debe ser constantemente ocultado y con una apariencia que debe ser monitoreada para preservar su “feminidad”. Así, el “proceso” de la feminidad es aquel que aleja a las mujeres de sus cuerpos y las hace sentir defectuosas, al mismo tiempo que las incapacita, especialmente a aquellas que viven una situación económica precaria, que no tienen el tiempo y los lujos y privilegios necesarios para realizar ese proceso.
La ausencia de prácticas públicas de tortura y violencia contra individuos que no se someten a los valores patriarcales relacionados con el cuerpo no significa que las personas sean libres en sus cuerpos y prácticas. De hecho, se ven obligadas a afrontar castigos de otro orden. Algunas formas de castigo son, por ejemplo, el desdén con nuestros pelos y cabellos crespos y las muecas que nos dirigen cuando partes de nuestro cuerpo están “inadecuadamente” cubiertas de pelos.
En el patriarcado, el cuerpo es propiedad pública, especialmente los cuerpos de las comunidades colonizadas, de las mujeres, de las personas LGBT+. Es decir, el cuerpo es propiedad de la sociedad, que tiene el poder de determinar su apariencia, controlarlo para dominarlo y rechazarlo cuando ese cuerpo decide no seguir sus estándares. Los pelos son íntimos, personales, o son públicos. Son también una estructura política, no porque queremos que lo sean, sino porque el colonialismo y el patriarcado los hicieron esto a ellos.
Este texto es una versión más corta de un artículo con el mismo título, publicado originalmente en árabe en My Kali Magazine.
Jana Nakhal integra la Marcha Mundial de Mujeres del Líbano. Actualmente, forma parte del Secretariado Internacional de la MMM.