Desde hace 50 años, como mínimo, la acumulación capitalista se rige por el marco político y económico neoliberal en América Latina. Durante este período, los Estados nacionales experimentaron profundas reformas y, bajo el discurso de la “modernidad”, sentaron las bases estructurales para la financiarización.
Los países y sus pueblos han perdido la capacidad de gestionar su propia economía y participar en la soberanía financiera sobre su moneda, así como de definir sus presupuestos nacionales y participar en las decisiones sobre los mismos. Las políticas de ajuste estructural que se han impuesto desde los años 1980 llevaron a los Estados a convertirse cada vez más en excelentes pagadores de deudas financieras, en detrimento del pago de las deudas sociales e históricas que tienen con la población empobrecida.
Estos temas marcaron la Conferencia sobre Soberanía Financiera organizada por la red Jubileo Sur Américas en colaboración con CEAAL y CADTM, a la que asistieron representantes de 20 países de América Latina y el Caribe.
Desde las grandes revoluciones industriales del siglo XVIII, el capitalismo es un cuerpo vivo en constante transformación y adaptación – metamorfosis – con el único fin de garantizar un excedente mayor que el de su origen, eliminando los obstáculos que dificultan la creación de plusvalía. El capital, ya sea en forma de dinero o de mercancía, capital constante, industrial o ficticio, se transforma con vistas a su valorización. Como señalan Rosa Marques y Paulo Nakatani, «el movimiento del capital debe entenderse como una suerte de espíritu, o espectro, que cambia de una forma a otra y, en este movimiento, el capital somete a las personas, a las cosas y a la sociedad en su conjunto a sus deseos o a su lógica, como un espectro con voluntad propia».
El sistema de deuda pública desempeñó un papel fundamental en la génesis de ese movimiento, desde la acumulación primitiva de capital hasta la constitución del capital ficticio. Se trata del núcleo primario de un mercado de valores públicos y privados, que se ha establecido como uno de los principales mecanismos de control de la propiedad social en el capitalismo. Hoy, los sistemas de endeudamiento garantizan la reproducción del capital y el mantenimiento de la caída de la tasa de ganancia. Ese sistema alimenta la dependencia y constituye un obstáculo a la soberanía financiera de los países.
La dominancia financiera se caracteriza por la centralidad del capital financiero en el control de las relaciones de reproducción y se traduce en la escalada neoliberal global de los años 1990. Tal lógica imprime a las políticas económicas el modus operandi según el cual la austeridad es la “clave de la eficacia” y se utiliza para justificar los recortes sociales. En Brasil, eso sucedió con la reforma de las pensiones y la reforma laboral, que atacaron la seguridad social. Son formas de que el capital siga lucrándose a costa del derecho a decidir de los pueblos. Se captura este derecho para situarlo bajo la égida de la financiarización.
Entre muchos condicionantes, el actual modelo de acumulación bajo la égida financiera ha exigido cada vez más la apropiación de recursos públicos en forma de dividendos. En el caso brasileño, el sistema de deuda pública ha transferido, o más bien “drenado” los recursos públicos de muchos a los bolsillos de unos pocos rentistas, como dice el profesor y economista brasileño Dowbor. Se trata de una transferencia sin costes para los rentistas, que no son más que beneficios. Hasta 1994, la distribución de los beneficios y dividendos tenía una tributación del 15%, y después quedó exenta.
Los beneficios y dividendos son ganancias casi siempre exclusivas del 1% más rico de la sociedad. La deuda es una tarjeta de crédito ilimitada para los ricos.
Se calcula que, a lo largo de las tres últimas décadas, alrededor del 5% del PIB brasileño se ha transferido a los acreedores ricos de la deuda estatal, es decir, el equivalente a 1,6 veces el PIB acumulado desde los años noventa. Como señalan Marques y Nakatani, “la expansión de los activos financieros en el mundo, aunque sigue siendo fuerte, creció de forma particularmente vertiginosa en la década de 1990. En 2000, sus reservas eran un 111,8% superiores a las de 1990; en 2010, eran un 91,7% superiores a las de 2000 y, en 2014, ya habían aumentado un 42% en comparación con 2010”.
Las deudas financieras y sociales son el resultado de un pasado de extorsión, explotación y aniquilación de pueblos originarios, personas negras, mujeres y otros grupos que sufren los impactos de un modo de producción que lleva a cabo la necropolítica, es decir, la eliminación de vidas que son desechables para el capital. Bajo ese sistema, ningún pueblo podrá alcanzar la soberanía financiera, porque seguirá siendo dependiente.
La subordinación financiera, ecológica y alimentaria se impone mediante un modo de hacer política diseñado para satisfacer las necesidades del mercado.
La competitividad impulsada por la carrera tecnológica provoca cambios en el tejido tecnológico y genera rendimientos constantes de escala. En la misma línea están los activos del mercado de carbono, los bonos verdes que se presentan como soluciones, pero que no son más que una forma de financiarizar la vida, la naturaleza y el clima. No generan ni soberanía ni cuidado de la vida.
Hay una profundización de las crisis sistémicas desencadenadas por el colapso climático, el aumento de las desigualdades sociales y la concentración de la renta. El capitalismo, contrariamente a lo que afirmaban sus entusiastas, no ha demostrado ser un modo de producción altruista. Los «sentimientos morales» cultivados según los principios del mercado no ofrecen más que inseguridad social y económica, privando a la mayoría de las nuevas generaciones de la posibilidad de soñar.
A pesar de tantas tragedias, la hegemonía del capital y su poder preponderante se explican a partir de elementos objetivos y subjetivos que van más allá de esta nuestra reflexión. El concepto de hegemonía de Antonio Gramsci nos ayuda a comprender la situación actual. La hegemonía se logra a través de enfrentamientos que incluyen no sólo cuestiones relacionadas con la estructura económica y la organización política, sino que también implican, en el plano ético-cultural, la expresión de saberes y prácticas, modos de representación y modelos de autoridad que buscan legitimarse y universalizarse. Por lo tanto, la hegemonía no debe entenderse dentro de los límites de la simple coerción, ya que incluye la orientación cultural y el consentimiento social a un universo de convicciones, normas morales y reglas de comportamiento, así como la destrucción y superación de otras creencias y sentires acerca de la vida y el mundo.
La constitución de la hegemonía es un proceso de larga duración que se desarrolla en diferentes espacios, y sus formas varían en función de los actores sociales implicados. En última instancia, la hegemonía se expresa mediante una clase que lidera la constitución de un bloque histórico, que articula y da cohesión a diferentes grupos sociales en torno a la creación de una voluntad colectiva -definida por «una conciencia activa de la necesidad histórica».
Caminos hacia la soberanía financeira
A diferencia de la supremacía y hegemonía financiera actual, la soberanía financiera se basa en la solidaridad, identidad y creatividad de los pueblos indígenas y quilombolas; en el liderazgo y determinación de las mujeres en sus territorios, con participación popular y espacios de toma de decisiones que garanticen esa participación popular.
La soberanía financiera está presente en la lucha del pueblo Awá Guaraní por el reconocimiento de su territorio en Foz do Iguaçu (Central Hidroeléctrica de Itaipú), en la solidaridad con la lucha contra la militarización que sufre desde hace décadas el pueblo haitiano, en la solidaridad con el pueblo palestino brutalmente masacrado, en la resistencia contra la imposición de las más variadas austeridades fiscales por parte de los organismos internacionales.
La soberanía financiera está intrínsecamente vinculada a la soberanía de los pueblos, la soberanía alimentaria, la soberanía del agua y la soberanía territorial. Como se menciona en la declaración final de la Conferencia: “Precisamos descolonizar el poder y construir un contrapoder desde abajo, desde los pueblos y los territorios, enraizado en el respeto de los procesos históricos, la memoria, la ancestralidad y el quehacer político de cada territorio, así como construir y posicionar una narrativa contrahegemónica fundamentada en la reciprocidad, la complementariedad, lo colectivo y la conciencia de ser naturaleza”.
El fortalecimiento de alternativas contrahegemónicas concretas, ancladas en la cultura popular y en la creatividad de los pueblos, activa la posibilidad de otra forma de organizar la vida. Avancemos en la constitución de la soberanía de los pueblos y en el fortalecimiento de organizaciones populares que llevan en sus cuerpos ese caldo cultural del paradigma del Buen Vivir y la inmanencia ancestral de Abya Ayala.
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Rosilene Wansetto, Sandra Quintela y Talita Guimarães forman parte de la Red Jubileo Sur de Brasil.