La pobreza es un problema ancestral, complejo y multidimensional que se proyecta en diversos aspectos de la sociedad, en lo económico, demográfico, político, social, ideológico y cultural. En el ámbito internacional existe un amplio debate sobre su conceptualización, en torno a la definición de qué es, cómo medirla y cómo enfrentarla. La diversidad de formulaciones sobre lo que se entiende por “costo de vida”, “indigencia”, “necesidades básicas insatisfechas”, “calidad de vida”, entre otros, son algunas de las variables que se tienen en cuenta para su análisis y definición.
La pobreza es comprendida por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como la privación de las capacidades necesarias en una sociedad específica para que sus miembros generen recursos, funcionen cabalmente, aprovechen oportunidades humanas y logren objetivos sociales. El término “pobreza humana” es puesto como antítesis del desarrollo humano, pues es la denegación de opciones y oportunidades para vivir una vida larga y saludable, con acceso al conocimiento y a la participación social..
La pobreza se manifiesta en las brechas o desigualdades de género en los ámbitos de la sociedad, en particular, en cuanto a oportunidades y acceso a factores del bienestar como la salud, la educación, el empleo, la seguridad social, y la remuneración o los ingresos. Diversas organizaciones e instituciones a todos los niveles se ocupan del tema de la pobreza de las mujeres como expresión de las desigualdades y brechas de género. De ahí que haya emergido la perspectiva de género y, con ello, el análisis de lo que se conoce como feminización de la pobreza y de su condicionamiento por factores como la violencia.
La feminización de la pobreza y la violencia estructural afectan de forma particular a las mujeres de América latina y el Caribe. Ambos fenómenos se asocian a factores históricos. Un ejemplo de ello es el hecho de que las personas afrodescendientes, los pueblos indígenas y las mujeres en situación de pobreza frecuentemente encuentran barreras adicionales para acceder a la justicia y a los derechos humanos. Muchas de las barreras provienen precisamente de las desigualdades de género y el modo como las políticas gubernamentales institucionalmente las reproducen.
Se ha nombrado la violencia estructural de género ante la necesidad de explicar las interacciones de las prácticas violentas en los diversos ámbitos sociales. Se refiere no solo a la represión política, sino también a la alienación y la falta de acceso a bienes y oportunidades.
Esta persistencia de las desigualdades sociales está directamente relacionada con el arraigo a una cultura patriarcal desde hace cientos de años y con políticas poco efectivas para visibilizarlas y solucionarlas.
Un paso para develar la realidad
Desde la década de los 80, se comienza a realizar el análisis del fenómeno de la pobreza utilizando la perspectiva de género. Un documento producido en 2004 por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) demostró que “la cantidad de mujeres pobres era mayor a la de los hombres, que la pobreza de las mujeres era más aguda, y que existía una tendencia a un aumento más marcado de la pobreza femenina particularmente relacionada con el aumento de los hogares con jefatura femenina.”[1]
Hablar en feminización de la pobreza es una manera de evidenciar que hombres y mujeres viven realidades diferentes en relación a la economía y la vida social. El género es una marca de la pobreza, bien como lo son la raza y etnia, la ubicación geográfica o mismo la edad.
Como señala la investigadora feminista india Gita Sen, “la probabilidad de ser pobre no se distribuye al azar en la población”[2]. La división sexual del trabajo impone a las mujeres el espacio doméstico y el trabajo menos valorado, y así determina la “desigualdad en las oportunidades que ellas tienen como género para acceder a los recursos materiales y sociales (propiedad de capital productivo, trabajo remunerado, educación y capacitación), así como a participar en la toma de las principales decisiones políticas, económicas y sociales”, como dice la investigadora Rosa Bravo[3].
Ella también señala que, además de los activos materiales más escasos, los activos sociales (la educación, la cultura, lo que se tiene acceso a través de vínculos socioculturales) también son escasos debido a la condición del trabajo de las mujeres, con espacios limitados por la división sexual del trabajo, sus jerarquías y separaciones. Las mujeres viven la privación tanto en el mercado de trabajo, como en el sistema de protección social y los hogares. Hoy, vemos que tal realidad se ha incrementado en la región debido al aislamiento en tiempos de pandemia.
Según el documentoproducido por la CEPAL, que se ha mencionado antes, las tasas de analfabetismo expresan las limitaciones vividas por las mujeres en el mundo del trabajo. En 1970, a nivel de Latinoamérica y Caribe, el 30,3% de mujeres eran analfabetas, tras el 22,3% de hombres, considerando la población de más de 15 años. La diferencia fue reducida, pero persistió: el año 2000, la tasa correspondiente a las mujeres estaba en el 12,1% y la de los hombres, el 10,1%. Una de las causas apuntadas para la interrupción de los estudios en la adolescencia es justamente la necesidad de responsabilizarse por el trabajo doméstico.
El documento también indica que ha habido un aumento significativo de la participación económica de las mujeres en la década de 1990 (pasando del 37,9% en el inicio para el 42% en 1999), pero que, al mismo tiempo, la desocupación es una condición más presente en la vida de las mujeres. Tal brecha entre la desocupación de hombres y de mujeres fue incrementada, y no reducida, con el pasar de los años.
De la realidad a los presupuestos de lucha
La feminización de la pobreza no solo debe ser evaluada por la situación de la precariedad de los hogares de las jefas de familia. Eso significa que no se puede pensar en ella como algo aislado, como un hecho sin connotaciones en el seno de las familias, comunidades, países y regiones.
De hecho, la emigración en el mundo ha sido de las causas principales de la feminización de la pobreza. Actualmente, cerca de la mitad de la población migrante del planeta está constituida por mujeres.
Son diversos los factores que influyen en la migración de las mujeres, como la globalización, el deseo de buscar nuevas oportunidades, la pobreza, la vulnerabilidad de ciertas prácticas culturales, la violencia por motivo de género en los países de origen, los desastres naturales, las guerras y los conflictos armados internos. Entre esos factores, figura además la exacerbación de la división sexual del trabajo en la industria y los servicios en los países de destino, así como una cultura del entretenimiento centrada en los hombres, que genera una demanda de mujeres como proveedoras de diversión.
¿Cuánto ha acrecentado a esta realidad el aislamiento por la COVID-19? ¿Cómo es tratado este fenómeno por los gobiernos del continente? ¿Cómo han incidido las políticas públicas para cambiar esas realidades? ¿Cuánto han aportado las luchas de los movimientos feministas de la región? Esas son preguntas que nos quedan de este primer acercamiento al tema.
[1] Entender la pobreza desde la perspectiva de género, 2004, p. 13, publicado por Unidad Mujer y Desarrollo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
[2]“El empoderamiento como un enfoque a la pobreza”, en Género y pobreza: nuevas dimensiones (1998), n. 26, publicado por Ediciones de las Mujeres.
[3]“Pobreza por razones de género. Precisando conceptos”, en Género y pobreza. Nuevas dimensiones (1998), n. 26, publicado por Ediciones de las Mujeres.
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Marilys Zayas es integrante de la Federación de Mujeres Cubanas y de la Marcha Mundial de las Mujeres.