Soy originaria de Senegal y he vivido en la Isla Tortuga durante los últimos 20 años, específicamente en Detroit, Michigan, la tierra ancestral y contemporánea de los Anishinaabe, también conocidos como la Confederación de los Tres Fuegos: los pueblos Ojibwe, Odawa y Potawatomi.
Detroit fue colonizada inicialmente por los franceses en 1701 y luego tomada por los británicos en 1760. Su historia ha sido moldeada por el colonialismo europeo, incluido el desplazamiento de los pueblos originarios y la opresión de las comunidades negras. Durante el dominio francés, el 25% de los residentes de Detroit tenían personas en situación de esclavitud. La economía local de la época se basaba en el comercio de pieles de animales -un sistema de extracción fundado en la explotación de la tierra y de la vida humana-.
Aun así, Detroit siempre ha tenido un espíritu de resistencia. Fue una parada importante del Ferrocarril Subterráneo [Underground Railroad] -una última escala para quienes buscaban la libertad en Canadá-. Hoy, si visitas la ribera del río, verás una estatua de una familia negra mirando hacia el norte, a través del agua, anhelando la libertad. Esta imagen captura las contradicciones con las que aún vivimos: la disonancia cognitiva entre la opresión y la esperanza.
Detroit es una ciudad mayoritariamente negra (más del 87% de sus residentes son negros) y, sin embargo, experimenta las formas más agudas de colonialismo, capitalismo y abandono neocolonial. Día tras día, más de 4.000 familias en Detroit viven sin acceso al agua. La ciudad es un desierto alimentario. Muchos residentes viven a más de ocho kilómetros de la fuente de alimentos frescos más cercana. Las escuelas públicas de Detroit, que atienden a más de 50.000 estudiantes (de los cuales el 90% son negros) aún carecen de los recursos necesarios para garantizar una educación de calidad. Estas condiciones no son accidentales. Son el legado del racismo estructural y del abandono económico.
Como inmigrante africana, experimento el colonialismo y el neocolonialismo todos los días. Nos vemos constantemente obligadas a demostrar nuestro valor, nuestro conocimiento, nuestras credenciales. Nuestra formación está en tela de juicio. Nuestro liderazgo está en disputa. El resultado es que muchas de nosotras nos sobrecargamos, presionadas a ser el doble de buenas solo para que nos consideren iguales. Esta carga psicológica a menudo se manifiesta como el síndrome del impostor, un peso silencioso que llevan innumerables profesionales negros a quienes se les dice que necesitan hacer más, hablar mejor y llegar más alto para ser importantes.
Vemos que esta violencia se extiende a las calles, especialmente en forma de vigilancia policial excesiva y criminalización. El asesinato de George Floyd no fue una anomalía. Fue un síntoma de un sistema que vigila y persigue a los cuerpos negros. A pesar de representar solo el 14% de la población estadounidense, las personas negras constituyen más del 25% de la población carcelaria. Independientemente de si eres afroamericano o un inmigrante africano, estos sistemas nos afectan a todos por igual. De hecho, las estadísticas muestran que los inmigrantes negros representan el 5% de la población indocumentada, pero entre el 20 y el 26% de los encarcelados, detenidos y deportados.
El colonialismo no se interrumpe en las fronteras nacionales: opera globalmente. En Senegal, donde nací, hemos tenido múltiples administraciones desde la independencia, pero todavía estamos luchando por definir nuestra democracia en nuestros propios términos. Necesitamos volver a nuestras prácticas indígenas, a la sabiduría ancestral y rechazar los modelos extractivos del capitalismo que continúan empobreciéndonos.
África no es pobre. Ella fue empobrecida… por la codicia. El continente es rico en recursos, y es exactamente por eso que ha sido puesto en la mira de potencias globales explotadoras. Mientras el Occidente siga extrayendo, contaminando y explotando recursos con el pretexto del desarrollo, las comunidades africanas seguirán luchando por su sustento. Y mientras continúe esta explotación, las personas seguirán migrando, cruzando fronteras o mares, no por deseo, sino para sobrevivir.
Es importante dejarlo claro: si los países pudieran mantener sus recursos, mantendrían a su gente.
Miremos la República Democrática del Congo. Ha enfrentado décadas de conflicto, no por divisiones internas, sino porque está asentado sobre algunos de los depósitos minerales más ricos del planeta -recursos de los que dependen las industrias globales-. La inestabilidad del Congo está fabricada para generar ganancias.
Necesitamos nuevos modelos de gobernanza arraigados en nuestras propias tradiciones. La democracia no puede significar solo elecciones o instituciones occidentales. Debe significar una toma de decisiones colectiva basada en la justicia, el cuidado y la autodeterminación. El mundo está en un punto de ruptura y nuestra supervivencia depende de reimaginar el poder: no solo de reformar los sistemas, sino de transformarlos.
Necesitamos soñar más allá de las estructuras que nos han fallado. Necesitamos construir relaciones, solidaridad y soberanía que traspasen fronteras. Y, sobre todo, necesitamos regresar a la tierra, no solo físicamente, sino también espiritual, política y ecológicamente.
El futuro está en nuestras manos, pero solo si lo reivindicamos.

La Dra. Seydi Sarr es militante de la Oficina Africana para Inmigrantes y Asuntos Sociales (African Bureau forImmigrants and Social Affairs— ABISA), una organización que actúa por los derechos de los inmigrantes en los Estados Unidos. Este artículo es una versión editada de su discurso durante el seminario web “Los impactos del colonialismo en África y las comunidades afrodescendientes”, organizado por la Escuela Internacional de Organización Feminista (IFOS, en inglés), el 4 de marzo de 2025.