Hebe partió, y en el momento de la despedida, balbuceamos palabras con un nudo en la garganta, que no terminan de expresar la tristeza con la que vamos por el mundo desde que supimos la noticia, ni la incomodidad que resulta de las contradicciones que vivimos en muchos momentos compartidos.
Hebe partió, y cuesta saber que el abrazo postergado ya no será, porque amasamos afectos y distancias, compromisos y diferencias, pasiones y desencuentros, todos con la misma intensidad, siempre diciéndonos lo que teníamos que decirnos sin concesiones, sin segundas intenciones, mirándonos a los ojos con un cariño persistente, a pesar de los enojos.
Hebe partió, y me queda una sensación extraña, una pena muy íntima y muy colectiva. Sabemos que sus cenizas reposarán para siempre en la Plaza de Mayo, pero no verla cada jueves con su cuerpo gigante, con su gesto adusto, con su grito a veces necesario, imprescindible para animar las rebeldías, y con sus afirmaciones a veces incomprensibles, pero… ¿Quiénes somos para discutir sus impulsos, o los modos en que ella creía y descreía en las personas a las que les brindaba su amor, o se lo quitaba?
No puedo dejar de recordar aquella tarde del 19 de diciembre del 2001. Terminábamos el ciclo lectivo en la flamante Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo y supimos de la declaración del estado de sitio. Inmediatamente se autoconvocó una asamblea con las Madres, con profes que ahí estábamos, con estudiantes. Un pibe muy joven, con todo el respeto del mundo ante la directora de la universidad, le preguntó: “Madre, ¿qué hay que hacer cuándo se declara estado de sitio?”.
Hebe, muy tranquila pero contundente, le respondió: “No hay que darle pelota”. Y le explicó lo que luego vivimos, que esas medidas del poder solo se vuelven reales cuando el pueblo cree en ellas. En las horas posteriores, en la Plaza de Mayo y en sus alrededores, estuvieron disparando y gaseando al pueblo que no creía en el estado de sitio hasta el día siguiente, cuando a la media mañana el mundo pareció detenerse.
Un grupo de Madres encabezado por Hebe entraba a la Plaza, y exigía que se detuviera la represión. Fueron pocos minutos en los que pudimos tomar fuerzas, respirar profundo, y luego la policía montada reaccionó y comenzó a golpear. Golpearon a las Madres. La televisión mostró la imagen del pañuelo ensangrentado. Esa imagen tocó alguna fibra profunda del pueblo argentino, que se lanzó a las calles, porque “con las viejas no se metan”. Llegaban multitudes hasta la zona céntrica. Sacamos a las Madres de la Plaza con el móvil de La Tribu, y las llevamos de nuevo a la Casa de las Madres, dentro de la Universidad Popular. Como si todo el pueblo hubiera escuchado la clase magistral de Hebe el día anterior, llamando a desobedecer el Estado de Sitio, la consigna era “el estado de sitio se lo meten en el culo”.
Fueron tiempos conmovedores. Por esos años Hebe transformó la Marcha de la Resistencia en una marcha piquetera. En la Plaza de Mayo entró Darío Santillán y los compañeros y compañeras de distintas organizaciones piqueteras quemando gomas. Por esos años viajamos a General Mosconi para acompañar a la Unión de Trabajadores Desocupados, encabezada por Pepino Fernández. Por esos años abrazamos la lucha de Brukman y Zanon, a los obreros y obreras sin patrones. Por esos años viajamos a Brasil, al Encuentro de las y los Trabajadores Rurales Sin Tierra.
Era el modo concreto con que Hebe y las madres asumían la socialización de la maternidad. Quienes luchábamos éramos sus hijas, hijos, hijes.
Hebe abrazó a Lohana, quien la amó profundamente, en la lucha contra los travesticidios, y por cada uno de los derechos de la comunidad trans y travesti. Lohana fue profe de la Universidad. Marlene Wayar estudió allí periodismo de investigación. Diana Sacayan fue estudiante de educación popular. Esto que ahora parece lógico, en esos momentos no lo era. Hebe abría los brazos para recibir a quienes pasaban situaciones difíciles debido a la persecución policial.
A veces se interrumpían las clases y salíamos corriendo para alguna lucha, porque la forma de estar era, siempre, poniendo el cuerpo. Otras veces se interrumpieron las clases, porque las Madres habían recibido un regalo especial, una calesita, y habían decidido que se ubicara en el parque frente a la Universidad. Pero ellas no estaban dispuestas a gestionar permisos municipales. La convivencia con las Madres fue una gran escuela de desobediencia. Cuando llegaban funcionarios del Estado para sacar la calesita, alguien avisaba, y todas las madres corrían como podían, y como podían también se ubicaban sobre los caballitos y los elefantes. ¿Quién iba a desalojarlas? Eran mujeres con un pañuelo blanco en la cabeza, que representa el pañal de sus hijos e hijas, dando vueltas una vez más para burlarse del poder.
Hebe partió. Seguiremos pensándola en clave de desobediencia, de irreverencia, de pasiones compartidas y de debates pendientes. Seguiremos recordando sus abrazos a Fidel, a Chávez, a las revoluciones latinoamericanas.
Muchas, muchos hubiéramos preferido tal vez otras derivas de sus amores y desamores. Pero, ¿qué derecho tenemos para juzgar la fe, los modos de sobrevivir y de enseñar lecciones inolvidables de dignidad humana?
Hebe partió. Cómo duele. La imagino puteando a la muerte, discutiendo si era la hora o si se había adelantado. Pero también la imagino con la secreta esperanza de encontrarse en algún lugar con sus hijos. Porque ella confiaba en abrazarlos una vez más, en alguna vuelta del misterio.
Hebe, madre de la plaza, el pueblo te acompaña en tu viaje, y te abraza.
Claudia Korol es educadora popular e integra Pañuelos en Rebeldía en Argentina.