El G20 se constituyó cuando el G7, el grupo de los países más ricos del mundo, se dio cuenta de que no sería capaz de hacer frente a la crisis financiera mundial de los años 1990. En ese contexto, propuso la participación de otros países para hacer frente a esa crisis del capitalismo. En lugar de reforzar las instituciones multilaterales, democratizar su financiación y establecer restricciones al total libre flujo de capital, los dirigentes de esos países optaron por ampliar un poco más su grupo y tener más legitimidad en las negociaciones que consideraban necesarias para sostener el capitalismo.
En el encuentro del G20 de este año, los movimientos sociales presionaron al gobierno brasileño para que impulsara una profunda reforma fiscal, empezando por los impuestos a los más ricos. Esta medida, más que necesaria, es un punto de partida para muchas otras propuestas, como la identificación y supresión de los beneficios fiscales para las corporaciones en nuestros países – en Brasil, por ejemplo, hay exención tributaria para los agrotóxicos.
Además de la agenda fiscal, también estaba en el orden del día la problemática del cambio climático. Desde hace muchos años, la Marcha Mundial de las Mujeres afirma que, para hacer frente a las causas del cambio climático, tenemos que rechazar las falsas soluciones para lo que está ocasionando la crisis climática, que es la financiarización de la naturaleza. De nuevo, porque seguimos con el debate sobre la financiación.
Los que apuestan por falsas soluciones dicen que es posible financiar procesos para reducir los efectos del cambio climático, al mismo tiempo que se apuesta por la resiliencia de las poblaciones para convivir con los cambios que derivan de ello. ¿Y cómo se los financia? Los mecanismos que se están imponiendo en las negociaciones sobre el clima son los que implican medidas de compensación. Según esa lógica, las empresas pueden seguir operando de la misma manera y compensar su destrucción mediante la compra de bonos de carbono destinados a la forestación, recuperación de zonas degradadas o cambios tecnológicos que permitan reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
A todo esto se suma la cuestión del hambre. El gran acuerdo de las instituciones multilaterales fue una agenda para combatir las desigualdades hasta el 2030. Estamos casi en 2030 y ahora se posponen esos objetivos no alcanzados hasta el 2050, un plazo muy largo para los que tienen hambre. La absurda realidad de vivir en un planeta en que el hambre tiene que ver con la falta de acceso a los alimentos y cómo se producen.
Las enormes extensiones de tierra no se utilizan para producir comida buena para la gente, sino para producir los llamados agrocombustibles y producir cereales que los animales comerán en algún país lejano. En este modelo, la eficiencia energética es muy baja. Zonas que podrían utilizarse para la producción de alimentos para las personas que viven en su entorno se están utilizando para producir la soja que comerán los cerdos en la otra punta del planeta. Y la carne de esos cerdos, a su vez, ¿a qué parte del mundo irán?
Se recurre al hambre como justificación para imponer procesos de intensificación de la productividad, pero esta no solo no soluciona el problema, sino que crea otros nuevos en poco tiempo. No se consideran los efectos de la degradación y contaminación del suelo y del agua. Tal lógica produce más hambre. Hacemos un llamamiento para que se revise este sistema de producción, distribución y consumo que provoca hambre en el mundo.
Durante la reunión del G20, los movimientos sociales también nos reunimos y presentamos nuestros recorridos y contrapuntos. El tema del hambre es uno de los ejemplos de cómo se toman decisiones globales, lo que ellos llaman gobernanza mundial, es decir, la posibilidad de que los países ejerzan influencia unos sobre otros para tomar decisiones. Decisiones que deberían regirse por el bien común de las personas y la naturaleza se toman por el bien común de las corporaciones multilaterales y los más ricos.
Conectar las reivindicaciones
Sostenemos que no es posible pensar el acceso a la comida y la producción de alimentos sin debatir el actual modelo. Reafirmamos la importancia de la lucha por la soberanía alimentaria, articulada con la lucha por la justicia climática y la justicia fiscal. Muchas veces los pueblos no tienen acceso a los alimentos porque sus recursos son destinados al pago de la deuda externa. La deuda externa mantiene a los países en una situación de subalternidad, bajo la presión de las empresas transnacionales que utilizan sus territorios para actividades mineras y otras formas de extractivismo que degradan las condiciones necesarias para producir alimentos. El endeudamiento y la falta de ingresos en las familias también dificulta su acceso a los alimentos.
Esto, a su vez, está vinculado al hecho de que las mujeres son las principales responsables de preparar la comida en los hogares, las familias y comunidades. Para repensar el acceso a la alimentación, debemos abordar la desigualdad en el trabajo necesario para producir la comida. Las mujeres aportan mucho a la producción de alimentos, ya que practican la agricultura urbana y de traspatio, la agricultura campesina y tradicional, la preparación de alimentos y toda una serie de actividades de cuidados, incluidas la identificación y la ayuda a las familias de la comunidad que se encuentran en una situación de hambre e inseguridad alimentaria.
Además de reconocer la importancia política y económica de todo ese trabajo que realizan las mujeres, hay que repartirlo con el Estado y los hombres. Debemos construir una alianza entre movimientos sociales para llevar adelante una agenda en que se articulen la soberanía alimentaria, la justicia climática, la justicia fiscal y el feminismo. Asimismo, planteamos otras formas de relación entre el campo y la ciudad, con una reforma agraria y una reforma urbana que hagan frente al extractivismo que degrada los territorios rurales, así como a la especulación inmobiliaria que impermeabiliza y degrada los territorios urbanos.
Cuando los movimientos sociales, encabezados por La Vía Campesina en los años 1990, propusimos el principio de soberanía alimentaria, ya afirmábamos que la agricultura no puede depender de la Organización Mundial del Comercio y que la comida no es una mercancía pura y simple. También organizamos procesos de reflexión, como el Foro Nyéléni en 2007, 2016 y próximamente en 2025. Junto con el feminismo de la Marcha Mundial de las Mujeres, el movimiento campesino, el movimiento ambientalista, como ATI – Amigos de la Tierra Internacional, el movimiento sindical y otros, hemos construido los contenidos de nuestra agenda política y el principio de soberanía alimentaria desde un sujeto político colectivo muy potente. Tenemos nuestra propia experiencia de gobernanza mundial de los pueblos.
Combatir el hambre en una alianza popular
Cuando se produjo la crisis de los alimentos y se especuló sobre su precio, se presionó a la FAO, el organismo de las Naciones Unidas dedicado a las cuestiones alimentarias, para que democratizara sus análisis y acciones. Esto llevó a una reforma del Consejo de Seguridad Alimentaria, que se amplió para incluir un mecanismo de la sociedad civil, en el que participan muchos de nuestros movimientos. Todavía queda mucho por mejorar en este Consejo, como por ejemplo sus directrices, que son de carácter voluntario, es decir, solo sirven de orientación a los países, que pueden decidir si las siguen o no.
Durante la elaboración de esas directrices, la Marcha Mundial de las Mujeres trabajó para elaborar una dirigida a fortalecer a las mujeres y a las niñas, con el reconocimiento de su contribución a la producción de alimentos, como sujetos que tienen importantes conocimientos y aportes, pero también de sus vulnerabilidades y de la desproporción de la situación de inseguridad alimentaria en comparación con los hombres. En ese proceso, nos dimos cuenta de que era necesario renegociar otros logros y acuerdos que ya se habían alcanzado en el ámbito de las Naciones Unidas. Los derechos de las mujeres y de las personas trans, tratados como procesos fragmentados y paralelos, tienen que ser reexaminados constantemente por el movimiento feminista, especialmente en estos momentos de ofensiva conservadora en varios países.
También en el ámbito de la alimentación, una Conferencia sobre Sistemas Alimentarios estructuró la participación de las empresas transnacionales como sujetos en sí mismos, al institucionalizar la participación de las llamadas múltiples partes interesadas. La institucionalización de este proceso de creciente control empresarial sobre las instituciones multilaterales causó gran preocupación.
Y así llegamos al G20: con esos antecedentes y con el gobierno brasileño proponiendo la creación de una Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza. La alianza no aboliría el Consejo de Seguridad Alimentaria, sino que ofrecería un mecanismo para poner en marcha programas dirigidos a combatir el hambre, inspirados en programas que ya se han puesto en marcha, especialmente en países del Sur Global. En Brasil, hay ejemplos concretos, como el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA), el Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), que incluye la compra de alimentos provenientes de la agricultura familiar y con incentivos a la producción de alimentos agroecológicos.
Y así llegamos al G20: con esos antecedentes y con el gobierno brasileño proponiendo la creación de una Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza. La alianza no aboliría el Consejo de Seguridad Alimentaria, sino que ofrecería un mecanismo para poner en marcha programas dirigidos a combatir el hambre, inspirados en programas que ya se han puesto en marcha, especialmente en países del Sur Global. En Brasil, hay ejemplos concretos, como el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA), el Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), que incluye la compra de alimentos provenientes de la agricultura familiar y con incentivos para la producción que estos alimentos sean agroecológicos. Los países del Sur ofrecerían una “canasta” de políticas, sometidas a una instancia técnica para apoyar el diálogo entre los países y la implementación de programas de lucha contra el hambre y la inseguridad alimentaria. De este modo, tal propuesta reconoce la capacidad de formulación de los países del Sur, de los movimientos sociales y de las personas en situación de vulnerabilidad.
Desde los movimientos sociales nos preocupamos por cómo se financiarán estas políticas, porque creemos que las inversiones deberían ser públicas. Cuando los negociadores dicen que la agenda global permitirá acceder a otras carteras de financiación, lo que nos preocupa son las propuestas de financiación privada. Cuando las empresas hacen inversiones directas, tienen un peso de influencia sobre los gobiernos. También rechazamos la tendencia a la plataformización de la financiación, es decir, que se establezca un vínculo entre un financiador y un grupo que busca obtener financiación a través de una plataforma digital. Esto crea una ilusión de participación y democratización, que sigue la misma lógica que las “múltiples partes interessadas”. Esa supuesta democratización no sirve para fortalecer las organizaciones sociales, las agrupaciones y la expresión pública de la voluntad colectiva.
Miriam Nobre es coordinadora de la SOF Sempreviva Organización Feminista y militante de la Marcha Mundial de las Mujeres. Este texto es una edición de una declaración que hizo en noviembre de 2024, en el contexto de movilización hacia la Cumbre de los Pueblos y el G20 Social.